Mi abuela se llamaba María, María a secas y de apellido Rico el cual hizo honor a su persona y a su manera tan sabrosa de cocinar.
Maria, mi abuela, la más cercana y a la que la vida me presto por más tiempo. Mujer pequeña de estatura y grande en corazón, a quien no le gustaba salir en las fotos y por eso tenemos muy pocas suyas. Discreta en su vivir y en su vestir, Sólo dos fueron los lujos en su vida: estrenar zapatos con frecuencia y comprar la mejor calidad de ingredientes para preparar sus exquisitos platillos.
Fue amada desde antes de nacer, pero el día que vino al mundo tuvo la silenciosa pena de no haber sido arrullada en los brazos de su madre. Con la luz de un nacimiento llegó la oscuridad de una muerte. Su padre no quiso quedarse con ella; tenía otro montón de hijos varones bajo su ala y su única hija le había robado a su mujer. María creció con sus abuelos maternos en Zamora Michoacán, sin embargo, a muy corta edad murió su abuelo. Bajo el cuidado de su abuela Jesusita aprendió, entre otras cosas, la responsabilidad del trabajo y las bases y secretos de la cocina. Cuando muere Jesusita, María, ya una joven, viajó a la Ciudad de México a empezar un nuevo capítulo en su vida. De los siguientes años poco sabemos. A sus veinte se casó con Ignacio Zabalegui. Español, soltero, trabajador hasta los huesos y quién le doblaba la edad.
Del matrimonio de María e Ignacio nacieron cuatro hijos: dos hombres y dos mujeres, siendo la tercera mi madre. Olguita y sus hermanos mayores tuvieron una infancia muy feliz en el establo del abuelo mientras mi abuela pasaba el día entero haciendo magia en aquel espacio impregnado de ricos aromas y exquisito sazón derivados de un don heredado, una disciplina aprendida y un gran amor por el arte. Chongos Zamoranos, flanes, crema, quesos, natillas, rosquillas de anís, tocinos, fiambres, piernas de jamón, chorizos, encurtidos, panes, guisados y que otras tantas delicias no prepararon sus manos.
De mis primeros recuerdos de la abuela son las visitas a su casa cada martes por la tarde. Mi abuelo ya no estaba, pero ella nos esperaba en el pequeño y cálido cuarto al fondo del pasillo sentada en el cómodo sillón frente al televisor siempre encendido. Su pañuelo de flores bordadas escondido bajo la manga izquierda de su suéter oscuro y sus manos lisitas y bien cuidadas descansando sobre su regazo.
Esperábamos con ansias que iniciara el comercial, pues era cuando mi abuela tomaba el gran manojo de llaves que colgaban de un gancho abrochado a su cintura y nos mostraba la llave que abría la despensa.
“Tengan, tomen lo que quieran” nos decía.
Abríamos la pequeña puerta para encontrar que galleta, chocolate o dulce nos esperaba y una vez con premio en mano, tirábamos de la jaladera del piso para levantar la puerta perdida en el suelo que conectaba al inmenso y misterioso sótano que ocupaba toda la planta baja de la casa y en donde vivimos muchas historias y aventuras
La visita terminaba al concluir la penúltima novela, pero en algunas ocasiones, teníamos la fortuna de quedarnos a merendar las deliciosas enchiladas verdes con nata de Lupe, ayudante de mi abuela por más de cuarenta años y principal heredera de sus secretos culinarios.
No recuerdo a mi abuela María que haya sido mujer de apapachos ni grandes caricias, pero si se que aprendió otra manera de acariciar el alma y fue a través de su comida. Seguido la imagino en la cocina del establo o comprando productos fresquísimos en el mercado de San Juan y pienso en como me hubiera gustado compartir a su lado esta misma pasión, sin embargo, me queda el gusto de saber que también heredé de ella el don del buen sazón y el amor por el arte culinario.
Mi versión de las Enchiladas verdes con nata de Lupe
Lupe aprendió de mi abuela la buena cocina. Además de ser una excelente alumna, desarrollo un magnífico sazón.
Les comparto mi versión de las enchiladas verdes con nata de casa de mi abuela María que en mi mente nunca serán tan sabrosas como las de ella, pero francamente están requete buenas. Más que enchiladas, podrían llamarse entomatadas porque están rellenas de aire, pero desde pequeña las conocí como las enchiladas de Lupe y así les seguiremos llamando.
Ingredientes:
- 6 (500 gr) Tomates verdes grandes
- 1 chile serrano
- 30 gr (medio manojo grande) de cilantro
- 65 gr. (1/4 de pieza) cebolla
- 1 diente de ajo grande
- 1 cucharadita de sal
- pizca de azúcar
- 1/2 cucharadita de consomé en polvo (opcional)
- 3/4 taza del agua donde se cocieron los tomates
- 1/2 taza de aceite
- 10 tortillas
- nata de leche para bañar.
Preparación.
- En una olla con agua coloca los tomates y el chile
2. Deja cocinar hasta que suavicen y hayan cambiado de color. (unos 20 minutos). Coloca los tomates en una licuadora y reserva una taza del agua donde se cocinaron.
3. En una licuadora coloca los tomates con el chile. (dependiendo lo picoso puedes usar la mitad). El cilantro, cebolla, ajo, una cucharadita de sal, una pizca de azúcar y el consomé en polvo.
4. Muele todo muy bien.
5. En la olla donde se cocinaron los tomates calienta una cucharada de aceite. Agrega la mezcla del tomate.
6. Coloca la taza del agua donde se cocinaron los tomates en la licuadora y licua para limpiar bien el residuo del vaso. Agrega a la salsa de la olla. Cocina a fuego bajo por unos 15 minutos. Checa el sazón. Apaga hasta que se vaya a usar.
7. Las tortillas se pasan rápidamente en aceite caliente y se dejan escurrir en un plato con servilleta de papel.
8. Antes de pasar a la mesa se montan las enchiladas:
Las tortillas una a una se meten a la salsa caliente para que moje por ambos lados.
Se van colocando enrolladas en el platón una pegada a la otra.
Una vez acomodadas se cubren con más salsa y se bañan con la nata de leche. Se sirven al momento.
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